Es posible que desde 1945 hasta el presente Europa haya vivido la etapa más pacífica y de mayor progreso político, económico y social de toda su historia, al menos la llamada Occidental.
En estos últimos 80 años ha avanzado de forma notoria el proceso de descolonización en Asia y África por parte de potencias europeas históricamente coloniales, y desactivado imperios construidos por Inglaterra, Francia, pero también Italia, Portugal, Bélgica y Paises Bajos. España ya lo había hecho en el siglo XIX, salvo algún pequeño retazo. Es verdad que se mantiene un neocolonialismo aun vergonzante en ocasiones.
A partir de los Tratados de Roma de 1957 se fueron dando los pasos oportunos para ir construyendo el Mercado Común Europeo y más tarde la Unión Europea. Incluso estuvo a punto de ser aprobada una constitución europea supranacional de países europeos en 1992. Hoy todavía es todo un ejemplo de la geopolítica mundial el hecho de que 27 países europeos vayan juntos en varias políticas de acción común (agraria, medioambiental), que se hayan podido sostener funcionando con éxito programas de formación e investigación como el Erasmus para las universidades, el Comenius para la educación obligatoria, el Schengen de libre circulación de ciudadanos, entre otros. No es menos cierto que la voz de Europa es escuchada con criterios de acción política y moral en muchas ocasiones, en foros y en organismos internacionales como la ONU o la UNESCO. No es casualidad que Europa en su conjunto aparezca a los ojos de millones de ciudadanos de países menos avanzados como una aspiración de bienestar, como un paraíso soñado, donde sea posible vivir en paz, con seguridad, con respeto a los derechos básicos de las personas. No es menos cierto que algunas de estas aspiraciones con frecuencia ni se logran ni consuman, pero en otros casos sí.
Europa es ahora en conjunto, todavía, un punto de atracción migratoria para millones de hombres y mujeres de países terceros, cuando en otras etapas de la historia fue un venero permanente de emigrantes hacia otros continentes a consecuencia de la pobreza de sus recursos naturales y penuria de las condiciones de vida de sus habitantes.
Pero las circunstancias cambian ahora de forma acelerada y se corre el peligro cierto de que Europa pierda protagonismo internacional, de agotar sus recursos materiales y humanos, de ver desdibujados derechos y elementos que conforman la identidad de los europeos. No es ya noticia el asedio comercial vergonzante a que Europa se ve sometida por Trump y los intereses de los oligarcas supermillonarios estadounidenses. No es ninguna novedad comprobar cómo está cambiando el mapa electoral y político de casi todos los países europeos y el avance de posiciones integristas, fascistas cargados de populismo, que desean que Europa desparezca como proyecto y realidad con peso propio en la defensa de valores sustantivos y derechos inalienables de los ciudadanos. Europa corre grave peligro en su integridad de valores, derechos, tradiciones democráticas, además de otros riesgos no improbables de agresión militar desde el Este, y de toda la agenda económica prevista para resistir a los embates de las superpotencias norteamericana y china.
Europa corre peligro cierto de involución, por los efectos de ese conjunto de factores mencionados, y debemos gritar con preocupación que hemos de resistir y buscar nuevas salidas a los conflictos que se avecinan o promover las alternativas oportunas.
La universidad, una creación original y propia de Europa, la más antigua de todas, que desde la Edad Media está presente en la conformación de las identidades compartidas en Europa, de ninguna manera puede permanecer ajena o callada ante el dolor colectivo que se avecina, ante el riesgo de su desmembración como proyecto político y de valores compartidos, emanados de la razón ilustrada. El pensador alemán Jürgen Habermas hace ya unos años nos lo advertía. Europa debe preparar todas las barreras posibles al advenimiento de la barbarie, que se puede apoderar de todos nosotros y anularnos, si no lo impedimos.
Por tanto, hemos de gritar desde la universidad que apostamos por el valor de la razón frente a la sumisión, que defendemos la civilización frente a la barbarie. Europa está amenazada, es verdad, pero hemos de proclamar y gritar que la universidad apuesta por Europa, porque representa y proclama valores sustantivos como la libertad, la democracia, el respeto profundo a los derechos humanos frente al autoritarismo populista.
El quehacer de la universidad debe aunar a un tiempo la denuncia crítica de las agresiones a nuestro modelo de convivencia y valores, y el que debiera extenderse a otros lugares del mundo. Ha de ser capaz de hacerlo con las propuestas alternativas que puedan emanar desde su seno, en su actividad cotidiana mediante la creación y transmisión de la ciencia, mediante la investigación y la transferencia del conocimiento en términos técnicos y sociales.
Eso significa que, además de defender y apoyar programas docentes e investigadores con proyección europea (el Erasmus para impulsar la dimensión europea de la universidad entre estudiantes, profesores, gestores y programas docentes y de investigación, es más que un digno referente), en la universidad deben cultivarse mucho más y mucho mejor la cultura y la dimensión europea de todos los campos científicos. No solo es responsabilidad de los de las humanidades y ciencias sociales.
Lo europeo debe dejar de ser un adorno en los planes de estudios y en las condiciones para primar programas de investigación en las universidades, al menos en las públicas, que han de defender su función prioritaria como servicio público y social a la comunidad. La responsabilidad europea sobre las universidades privadas ya es otro cantar, pero también las administraciones debieran exigirles a ellas (sean empresas o centros de iniciativa social o confesional) este tipo de responsabilidades y dimensiones europeas a la hora de aprobar su creación o mantenimiento de programas docentes e investigadores.
Europa debe ser mejor enseñada en la enseñanza obligatoria de los sistemas escolares de los actuales 27 países miembros de la Unión Europea, porque es la que forma al conjunto de los ciudadanos de todas las edades, procedencias y géneros. Por supuesto que ahí se encuentra la prioridad. Pero las universidades de toda Europa deben asumir con mucha mayor firmeza la conciencia del riesgo que ya padecemos y que apuesta por su destrucción y laminación como proyecto civilizatorio.
La barbarie que para todos representa la posible anulación de derechos colectivos e individuales hoy arraigados en el proyecto que representa la Unión Europea, con todas sus limitaciones reales, debe impulsar a las universidades hacia un nuevo orden de valores y acciones desde su interior y en su proyección externa.
Estamos asistiendo, casi inermes, al problema corrosivo y desautorizante para Europa que genera el populismo fascista, el del exterior (Trump, sionismo hebreo, islamismo radical integrista, nuevo expansionismo imperialista ruso, capitalismo de Estado chino). Pero también el de los partidos políticos de nacionalismo exacerbado contraeuropeo y movimientos fascistas e integristas que conforman una impetuosa corriente corrosiva de Europa en todos los países del entorno, que resultará dramática para todos si no atendemos a sus riesgos. La universidad como institución también tiene su responsabilidad ante el terremoto que tenemos en ciernes, se expresa en su palabra y su quehacer científico y moral, de resistencia y de propuestas constructivas de un Estado del Bienestar y de Derecho..